Este mes de noviembre es cuando en nuestra cultura honramos a las personas que se han ido, es por ello que he pensado que es un buen momento para reflexionar sobre ello. Cuando una persona que queremos deja este mundo, acostumbra a significar un trastorno para las personas cercanas que la quieren y muchas veces nos cuesta aceptarlo porque estábamos muy vinculados a esta persona o no, pero sí que sentimos una gran estima por ella.
Cuando murió mi madre, enferma de Alzheimer, al final de su vida tenía una actitud muy introvertida ya que no hablaba, estaba casi siempre con los ojos cerrados y su rostro era muy a menudo inexpresivo, excepto en algunos momentos en los cuales conseguía estimularla un poco, y era entonces cuando en su rostro se dibujaba una ligera sonrisa. Ante esta situación tenía sentimientos ambivalentes, en algunos momentos no entendía por qué mi madre estaba en este mundo, ya que me parecía que ya no podía aportar nada, pero por otro lado también sentía que posiblemente no entendía por qué estaba aquí y debía confiar en que la situación en que estaba mi madre era la mejor, ya que el universo así lo quería, y por ello me sentía tranquila y confiada en que todo era perfecto.
Cuando menos lo esperaba, mi madre entró en el proceso de despedirse de este mundo a partir de que pudo resolver un conflicto familiar que ella sufrió cuando tenía trece años y que explico en mi libro Te quiero hasta el cielo; fue entonces cuando ella dejó de comer durante un mes hasta que se fue y solamente aceptaba tomar líquidos. Ella se iba apagando de manera muy relajada junto a sus familiares y a la música tranquila que la había acompañado durante doce años en la residencia. Su rostro siempre estaba en paz y se la veía muy complacida al recibir las vibraciones de esta música tan profunda y tranquila.
Pude despedirme de ella poco a poco, le hablé de mí y de lo que ella había significado en mi vida, le di las gracias por haberme cuidado de manera muy generosa, también pude expresarle el daño que me había hecho con algunas de sus actuaciones, seguramente sin que ella fuera totalmente consciente. Al poder hablarle de todo esto ella me miraba sonriente con mucha atención y sentía que me estaba entendiendo. Al poder decirle todo esto tuve la convicción que las dos habíamos sanado las pequeñas heridas. Cuando yo y toda mi familia nos habíamos despedido de ella, aquella madrugada se marchó, fue un proceso muy bonito y curativo. La doctora Elisabeth Kübler Ross científica y experta mundial en acompañar a sus pacientes en el lecho de muerte, dice en su libro La muerte una aurora “si os acercáis a la cama de vuestro padre o de vuestra madre moribundos, aunque estén en coma profundo, escuchan todo lo que les digáis y nunca es bastante tarde para expresar un –lo siento- o un –te quiero- o alguna otra cosa que os apetezca decirle. Nunca es tarde para pronunciar estas palabras, incluso después de la muerte, ya que las difuntas continúan sintiendo”.
Cuando mi madre partió, estaba en la cama y su rostro estaba lleno de luz y paz, y se la veía muy guapa. Una vez en el tanatorio, acompañé a unas amigas a verla y, en su presencia, las tres entramos en un estado de paz y silencio en el que perdimos la noción del tiempo durante un buen rato y cuando salimos, las tres coincidimos que sin proponérnoslo habíamos entrado en un estado meditativo.
Tenía asumida la marcha de mi madre, pero mi corazón estaba lleno de dolor ya que la quería mucho y la había cuidado con mucho amor durante diecisiete años durante su enfermedad, sentía la pena de la pérdida de un ser muy querido, por ello en algunos momentos tuve la necesidad de llorar y llorar mucho hasta que sentí que había cerrado la herida del dolor de la separación. Este proceso de expresar mi dolor llorando fue intenso pero duró poco. Aunque el dolor continuó durante un tiempo de una manera más suave.
Poco a poco empecé a sentirme más tranquila, contenta y satisfecha de haber tenido la posibilidad de cuidar a mi madre, este hecho me proporcionó mucha paz y alegría, porque sentía que había cumplido con mi deber, no por obligación sino como opción personal. Resolver este tema de esta manera ha significado para mí una gran lección que me ha convertido en una mejor persona, ya que desde entonces:
he crecido mucho personal y espiritualmente y ahora siento mucho más alegría y paz en mi corazón.
Las claves de esta transformación son:
- Cuidar con mucho amor y generosidad a mi madre sin esperar nada a cambio.
- Resolver los temas pendientes con ella. De esta manera tanto ella como yo nos llenamos de paz y alegría.
Mi experiencia es una más de las muchas que pueden tener las personas cuando pierden a un ser querido y todas son válidas, ya que cada uno de nosotros estamos en un proceso diferente.
Desde aquí me solidarizo con todos los familiares de las personas enfermas que en algún momento tendrán que afrontar la marcha de su ser querido.
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